¡He perdido la honra! He perdido la parte inmortal de mi ser y sólo me queda la parte animal.— Casio, en Otelo de Shakespeare

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Castigo de humillación

Cersei Lannister (Lena Headey), de Game of Thrones, condenada a caminar desnuda por las calles de King’s Landing, en una escena conocida como “la marcha de la vergüenza”. Crédito: GoT: S05E10, HBO
Cersei Lannister (Lena Headey), de Game of Thrones, condenada a caminar desnuda por las calles de King’s Landing, en una escena conocida como “la marcha de la vergüenza”. Crédito: GoT: S05E10, HBO

Amamos el castigo de humillación pública. Avergonzar al otro no busca reparar el daño, sino exhibir su conducta y sancionarlo moralmente. Es una oportunidad para la revancha, exorciza sentimientos de inferioridad, libera emociones reprimidas, satisface pulsiones.

Estoy generalizando, desde luego, porque también es evidente que hemos normalizado un castigo que viola reglas elementales de convivencia civilizada, vulnera el debido proceso y lo peor: genera consecuencias graves y permanentes en la vida del sancionado, sobre todo en tiempos de internet donde nada se borra.

Las redes sociales, la cámara de video en cada teléfono y otras tecnologías digitales, incluida la inteligencia artificial, han potenciado —y facilitado— el castigo de humillación pública.

🥣 Para agregarle sabor al caldo: el Estado es cada vez más proclive a usar la infamia:

La cultura woke aporta el último grano de sal: la obsesión por corregir o denunciar lo políticamente incorrecto, lo subido de tono, la injusticia supuesta o verdadera en nombre de la diversidad, la equidad y la inclusión.

👊🏽 La revancha nos brinda un gramo de poder que vamos a usar en un ecosistema que nos ha quitado casi todo: aliento, energía, salud física y mental, vida comunitaria e incluso la expectativa de justicia.

La humillación pública pasa por encima de cualquier acuerdo social que nos distinga por algo diferente a la barbarie. Guardamos rencor, aunque las encuestas digan que exudamos felicidad. La impunidad y el abuso nos dan patente de corso.

Humillación, vergüenza, infamia

La pena infamante es como llevar una marca en el cuerpo o en la ropa que informa a los otros que hemos pecado. Como la mujer adúltera de La letra escarlata; como el desorejamiento o la ablación de la nariz en la Edad Media; como la mutilación o el tatuaje por la mafia; como la violencia contra el cuerpo de las mujeres por quien se cree su dueño. Lo que importa es que se note.

“El cuerpo de los condenados llevaba así el recuerdo de sus crímenes”, informan Ilsen About y Vincent Denis en su Historia de la identificación de las personas (Ariel, 2011).

Quien impone la pena infamante se parece a quien impone la muerte por linchamiento: actúa desde una falsa superioridad moral. Y en algún sentido nos representa como colectivo: estamos hasta la madre de quien se pasa de lanza, de quien rompe la norma, de quien se cree más astuto… y no reparte los beneficios. Es nuestra barbarie inherente.

Postales de una “dieta fija de agradables comparaciones hacia abajo”, escribe Richard H. Smith en su tratado sobre la dicha por el mal ajeno: la Schadenfreude (Alianza Editorial, 2016).

  • Schadenfreude es la palabra alemana que nombra el placer individual por la desgracia del otro.
  • ⛰️ Deseamos que quien rebasa por el acotamiento caiga en una zanja. Festejamos si el destino nos hace justicia.

La pena infamante tiene un carácter vaporoso, a veces líquido, en todo caso inasible. No tiene reglas ni controles, ni siquiera cuando la ejecuta el Estado. Siempre es discrecional: ¿cuánta humillación es proporcional para compensar la infracción cometida? La mayoría de las veces es espontánea y se produce por cualquier motivo reprochable socialmente (su conexión con la cultura woke).

Agresiones a una mujer señalada por insultar a un policía vial en la Ciudad de México, al salir de un juzgado el 25 de julio de 2025 donde logró la suspensión provisional de un proceso judicial en su contra por discriminación. Imagen tomada de Excélsior https://www.excelsior.com.mx/comunidad/lady-racista-agredida-audiencia-cdmx-discriminacion-video/1729205
Agresiones a una mujer señalada por insultar a un policía vial en la Ciudad de México, al salir de un juzgado el 25 de julio de 2025 donde logró la suspensión provisional de un proceso judicial en su contra por discriminación. Imagen tomada de Excélsior

Nadie duda de que gritarle a un policía mexicano “¡Negro!” y “¡Naco!” son insultos racistas y clasistas. La falta se agrava si quien grita es mujer, blanca, extranjera y conduce un auto de marca de lujo (porque todos sabemos que un auto así revela opulencia y hasta superioridad, ¿no?).

  • La ley es un mamotreto en el escritorio de un burócrata. El agente vilipendiado no somete a la mujer ni la lleva de inmediato ante un juez por agresión a la autoridad. Eso ocurrirá después, cuando las redes ya estén ardiendo.
  • 🥩 Aplicar la ley no está en el manual de operación del policía: lo suyo es provocar a la mujer, filtrar el video y ofrecer carnita para la nueva humillación en el tribunal de la opinión pública.

La humillación pública a veces puede ser peor que un linchamiento. El linchado ya no tiene a quién contársela, digamos que para él ha terminado el castigo y sólo podrá quejarse en el más allá. El humillado, en cambio, andará con la marca infamante el resto de su vida: le negarán empleo y perderá oportunidades, será estigmatizado y repudiado y su familia también sufrirá consecuencias.

  • “Obviamente ahorita mi hijo está aterrado de que no sabe qué le va a pasar a la mamá. Y eso lo tiene muy inquieto, muy mal, no duerme”, dijo la ex pareja de la mujer que insultó al policía. Este adolescente es culpable de nacer de mala madre, bautizada como #LadyRacista.
Portada del periódico Publimetro, que muestra a personas arrojando huevos contra la mujer que insultó a un policía en la CDMX
Portada del periódico Publimetro, que muestra a personas arrojando huevos contra la mujer que insultó a un policía en la CDMX

La humillación en tiempos de internet

La etiqueta digital lord o lady se utiliza para distinguir a la víctima del escarnio masivo. Ana María Olabuenaga, en Linchamientos digitales (Paidós, 2019), documentó 154 casos de humillaciones en redes sociales a lords y ladies entre 2011 y 2018.

La aceptación social del castigo de humillación es consecuencia en parte del sistema de justicia: de sus plazos de respuesta siderales, de su asimetría, su desigualdad, su pesada puerta de acceso. Es más rápida y satisfactoria la justicia por mano propia, como sea.

  • Y si la justicia llega, puede pasar inadvertida: después del escándalo, las redes y la prensa pasan a otra cosa y la opinión pública, ocupada en humillar al personaje de coyuntura, ni se entera de la sentencia con el castigo previsto en las normas tradicionales.

Internet no olvida. Las técnicas de posicionamiento en Google y los chatbots de respuestas automatizadas harán que tu nombre aparezca en los primeros resultados de búsqueda o de razonamiento artificial hasta que alguien destruya la web (como en Death Stranding, el videojuego de Hideo Kojima), cosa que no ocurrirá antes de que mueras.

El juez Ted Poe de Texas fue conocido como El Rey de la Vergüenza por imponer castigos humillantes. Una vez condenó a un joven que chocó contra una camioneta a pasear frente a colegios y bares con un letrero con el mensaje “Maté a dos personas por conducir borracho”. Tuvo que hacerlo una vez al mes durante 10 años.

Hasta Poe conocía los límites:

“Cuando te acusan en internet, no te asiste ningún derecho. Y las consecuencias son peores. Quedas marcado en todo el mundo, para siempre”, le dijo a Jon Ronson en Humillación en las redes. Un viaje a través del escarnio público (Ediciones B, 2015).

El Gobierno mexicano tenía la pésima práctica, hoy en desuso, de presentar a las personas detenidas por supuestos delitos graves en un espectáculo de propaganda. La presentación era el castigo más infame: llevaba rostro, nombre y apellido de los presuntos culpables. Su exhibición, auspiciada por las redes y los medios, en algunos casos provocó más daño que la aplicación ilegal de la fuerza del Estado:

“Me atrevo a decir que esto ha sido un poco más duro que la misma cárcel, porque la cárcel terminó, pero esto no tiene fin. Muchas veces no veo cómo pueda yo continuar. No puedo ni siquiera usar mi nombre. Es una lucha constante”, me dijo en 2016 Miriam Carbajal Yescas, acusada falsamente.

Algo no muy diferente ocurre ahora, pero en la arena política, si nos atenemos a los episodios de mexicanos sin cargo público disculpándose por ofender a mexicanos con cargo público.

👆🏽 Video infame de la disculpa pública de un ciudadano al senador Gerardo Fernández Noroña, difundida en el YouTube oficial del Senado el 19 de mayo de 2025.

Que el Estado sea cada vez más proclive a humillar a sus ciudadanos es una causalidad y no un dilema del huevo y la gallina. El encanto popular por la humillación pública fomenta su institucionalización.

Me parece limitado ver el fenómeno sólo como una deriva autoritaria o el abuso de poder de quienes han escalado un ladrillo y se han mareado, como se reprocha en algunos análisis recientes.

  • La incorporación del castigo de humillación al marco jurídico es la respuesta del Estado a un deseo popular; es la asimilación estatal de una moral pública.

⏳ Si no me crees, te reto a esperar la reprimenda ciudadana en las urnas, a través del voto, contra los personajes que protagonizan la deriva o el mareo. Te quedarás esperando porque la aceptación social de la humillación está más extendida que su reflexión civilizada y su consecuente censura. Es nuestra barbarie inherente.

“Este reino de ‘la opinión’ que se invoca con tanta frecuencia en esta época es un modo de funcionamiento en el que el poder podría ejercerse por el solo hecho de que las cosas se sabrán y las gentes serán observadas por una especie de mirada inmediata, colectiva y anónima. Un poder cuyo resorte principal fuese la opinión no podría tolerar regiones de sombra”, le dijo Michel Foucault a Jean-Pierre Barou en 1979.

En el tribunal de la opinión pública eres a la vez juez y candidato al banquillo de los acusados: el próximo humillado.


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Sobre mí

Soy José Soto Galindo, periodista. Fui director de Medios del Inai. Edité El Economista en línea de 2010 a 2024 y antes fui editor en Público-Milenio (2001-2009). Soy maestro en Transparencia y Protección de Datos Personales por la UdeG y tengo especialidad en derecho de las telecomunicaciones (IIJ-UNAM) y derecho de las tecnologías de la información (ITAM). Doy clases de periodismo en la Universidad de Guadalajara.

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