Mi esposa y yo cumplimos una semana trabajando desde casa. Vivimos a piedra y lodo contra el nuevo coronavirus (Covid-19), por lo que suspendimos la ayuda con el trabajo doméstico. Hemos aprendido muchas cosas. La primera: que la nana de nuestra hija merece una capilla en la Basílica de San Pedro.

Creíamos conocer toda la carga de trabajo que hacía la nana cuidando a nuestra hija de un año, pero hoy que hemos asumido total responsabilidad descubrimos que estábamos equivocados. En nuestra defensa: durante su jornada laboral, la nana sólo tiene una obligación, nosotros tenemos dos.

El trabajo a distancia (home office) no es cosa fácil: hay que lidiar con muchísimas circunstancias previstas y no previstas, como de infraestructura (energía eléctrica, conexión a internet, teléfono), de espacio físico y de apeñuscamiento familiar. Pero sobre todo hay que asumir que el home office significa la ejecución de por lo menos dos trabajos: el que paga y el doméstico.

Wayne Connell, vicepresidente de recursos humanos de The Washington Post, escribió a la planta laboral del periódico que si les es imposible conseguir ayuda doméstica durante este periodo de home office obligatorio, “por favor, hagan lo mejor que puedan, incluso si eso significa trabajar de manera intermitente durante todo el día mientras hacen malabares con las necesidades de su familia con las necesidades de su trabajo”.

Alguien me comentó sobre su efectividad para hacer home office, diciéndome que era una persona muy disciplinada con sus horarios de trabajo y que para ello seleccionaba un espacio en casa que le diera la posibilidad de apartarse y concentrarse durante algunas horas cada día. Un ser lleno de productividad, efectividad y precisión. “No son vacaciones”, me dijo.

Mis horarios de trabajo son los que mi hija determina, en una jornada que no tiene fin, diurna y nocturna. Nuestro departamento no rebasa los 90 metros cuadrados. Mi escritorio es la mesa del comedor que comparto como escritorio con mi esposa y con las figuras del cerdito que construyó su casa de ladrillo y de la Caperucita Roja, con un biberón con asas y un vaso entrenador, dos fruteros, varias libretas y plumas, los teléfonos celulares y un servilletero. 

En el trabajo a distancia todo es para ayer. La persona C no sabe que estás resolviendo lo que solicitó la persona B mientras atiendes una llamada telefónica de la persona A. Todo tiene la misma jerarquía y sólo existe una categoría para las prioridades: urgente, en un horario de trabajo sin horas fijas. 

Si todo es urgente, ¿cuál trabajo tiene prioridad: el de mi esposa o el mío? ¿De quién es el turno de dejarlo todo para ir a la habitación y ayudar a nuestra hija a dormir la siesta? (De fondo escuchamos a la vecina hablando con los proveedores de su compañía, intentando resolver su propia vida laboral desde su sala).

La enfermedad de coronavirus 19 nos ha puesto de cabeza. De repente, como un latigazo, nos ha obligado a hacer cambios radicales en nuestras vidas cotidianas, ha impuesto nuevas rutinas y ha generado burbujas de estrés distintas a las habituales.

La vida para muchos de los que podemos hacer home office se ha vuelto como el WhatsApp: un fluir de mensajes constante que no distingue la vida familiar de la vida laboral, un único espacio para trabajar, discutir, pelear, estar un minuto a solas en medio de la conversación digital y ser más productivo mientras se realizan las tareas domésticas y se cría a los hijos. Si sobrevivimos al home office, exigiremos una capilla al lado de la nana.

Pero hay algo que es invaluable: estos días de enclaustramiento coincidirán con el momento exacto en que nuestra hija comience a caminar. Mi esposa y yo estamos totalmente emocionados: veremos cuando la niña suelte cualquier sostén y se eche a andar de pie.

Este artículo originalmente se publicó en El Economista el 29 de marzo de 2020.

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