Uber en México, imagen corporativa. Foto: Cortesía Uber

El argumento más socorrido cuando se debate sobre una posible regulación a los agentes de la economía de plataformas, como Uber en el transporte, Airbnb en el hospedaje, Rappi en las entregas a domicilio o Mercado Libre en el comercio, es el de imponerles una carga fiscal. Lo acabamos de escuchar este domingo en la presentación de la Estrategia Nacional de Turismo 2018-2024: gravemos a Airbnb, dijo el secretario Miguel Torruco Marqués (y de paso habló de “competencia desleal” y de “lucha histórica”).

El argumento de “cobrar impuestos” considera que la simple carga fiscal crea un “piso parejo”, en el que todos los actores económicos tienen las mismas reglas, oportunidades y obligaciones en los sectores donde realizan sus negocios. Pero no es así: la sola carga fiscal no es suficiente para crear condiciones igualitarias. Se requiere mucho más que cobrar impuestos para construir un régimen que propicie la competencia, que contribuya al ingreso nacional, que proteja los derechos de los consumidores y que garantice derechos a los empleados de las plataformas digitales.

Si la carga fiscal es el argumento más insistente, el caso más discutido en este debate es el de Uber, la empresa de servicio de transporte privado más globalizada. No seré yo quien rompa la tradición con este artículo.

Desde su inicio de operaciones en México, en 2013, Uber ha sido objeto de protestas de los proveedores tradicionales, los servicios de taxi, que se oponen a su modelo de negocio, principalmente por lo que consideran una carga regulatoria desventajosa. Para zanjar las protestas en la Ciudad de México, que subieron de tono hasta registrar casos de violencia, el gobierno de Miguel Ángel Mancera diseñó en 2015 un marco regulatorio mínimo para las empresas que ofrecen servicios de transporte privado a través de aplicaciones y plataformas informáticas.

Ese marco impone una carga fiscal a Uber, una contribución obligada de 1.5% del valor de cada viaje ofrecido a través de su plataforma al llamado Fondo para el Taxi, la Movilidad y el Peatón. El 1 de noviembre de 2018, la compañía informó haber aportado 300 millones de pesos al fideicomiso.

No existe información de las aportaciones a ese fondo de otras empresas empresas autorizadas por el Gobierno de la Ciudad de México, como Cabify México, Servicios de Taxi en Línea, Transportación Inteligente MP, Lusad Servicios, DiDi Mobility México, Commute Technologies (que opera con la marca Urbvan), Plataforma de Transporte Digital, Red de Excelencia en el Transporte y Prados de Pirineos.

Lo que sí sabemos es que ese fondo de movilidad es un fideicomiso privado administrado por el banco Interacciones, hoy fusionado con Banorte. Que por su carácter privado sólo sus fideicomisarios pueden contar con información de sus estados de cuenta. Y que —lo más relevante— al 8 de noviembre de 2018 no se había utilizado un solo peso de ese fideicomiso, porque el Gobierno de la Ciudad de México no tenía ni idea sobre el uso que daría al fondo.

Y mientras la carga impositiva a Uber duerme el sueño de los justos en una cuenta bancaria, la compañía sostiene un modelo de negocio que satisface a la compañía y a sus usuarios a costa de los socios y conductores, a quienes exprime para defender su posición de mercado y sus beneficios. Uber prospera donde las leyes laborales favorecen a los empleadores y donde los derechos de los trabajadores se violan sistemáticamente o no están garantizados. La carga fiscal a Uber en México tampoco ha garantizado la protección de derechos de los consumidores, como la de sus datos personales (en 2016 le fueron robados datos personales de casi 1 millón de usuarios mexicanos).

El puro hecho de cobrar impuestos a las compañías digitales no implica una mejora a la competencia ni garantiza derechos de consumidores y trabajadores. Los gravámenes deben acompañarse de políticas públicas que contribuyan al desarrollo nacional y no sólo de medidas para apaciguar conflictos o deslizar venganzas. Uber es un caso ejemplar, pero también existen modelos como Rappi y Airbnb que deben ser analizados con inteligencia.

Este artículo originalmente se publicó en El Economista el 24 de febrero de 2019.

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