El escándalo y el sensacionalismo son gasolina para un público con instinto pirómano y encendedor en las manos. Eso que llamamos amarillismo es consecuencia de un mercado dispuesto a consumir sus historias rebosantes de morbo. Y es un termómetro del nivel de violencia y barbarie que una sociedad está dispuesta a soportar.
México es un país con la sensibilidad de una piedra, siempre sumergido en una realidad de violencia que se desborda y difumina la frontera entre el periodismo amarillista y el ¿periodismo serio? Tenemos tradición: Manuel Payno y Vicente Riva Palacio, dos intelectuales clave para entender el siglo XIX mexicano, publicaron en 1870 El Libro Rojo, un best seller que recopila en clave literaria asesinatos célebres desde la Conquista hasta el fin del Segundo Imperio. “El libro de la muerte”, le llamó Carlos Montemayor. 35 años antes de El Libro Rojo, otro pensador y jurista de primer orden, Carlos María de Bustamante, envió a la imprenta una detalladísima relación del asesinato brutal de Joaquín Dongo y diez familiares y empleados suyos en 1789. Periodismo y literatura con base “en la brutalidad, en la cárcel, en la codicia, en la miseria humana que se ha abatido sobre México”, recuperando a Montemayor.
En el siglo XX, las imágenes de crímenes, accidentes y catástrofes espectaculares se volvieron materia de museo y celebración artística. El fotógrafo Enrique Metinides es el mejor ejemplo: ¿quién puede negar el sentido estético en la fotografía de la escena mortal de Adela Legarreta, atropellada en 1979, o del cadáver carbonizado de Jesús Bazaldúa Barber suspendido sobre el tendido eléctrico en 1958? La obra periodística de Metinides, producida entre 1940 y 1993, se ha exhibido en Los Ángeles, Nueva York, Madrid y la Ciudad de México.
Con las redes sociales en internet lo negativo ha encontrado otra vía de difusión. Lo negativo, dice dice Jaron Lanier en Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato, es un ingrediente clave para crear adicción y generar la conexión constante de los usuarios a las redes.
Por eso a nadie sorprenden las imágenes de violencia descarnada, hechos de sangre y atrocidades en las publicaciones que consideramos profesionales y éticas. Hay grupos editoriales que, diría un clásico, defienden determinados principios que si no nos gustan pueden ofrecernos otros, como Grupo Reforma con su tabloide Metro, la Organización Editorial Mexicana con La Prensa y muchos segmentos de los noticieros de ForoTV.
Esta tradición sensacionalista debería alertarnos sobre la necesidad de acudir en sociedad al diván del psicoanalista. Aunque es seguro que esa consulta clínica no detendrá la espiral de barbarie mediatizada que comenzó en Uruapan la madrugada del 7 de septiembre de 2006, la maldita noche cuando un grupo criminal arrojó cinco cabezas de cuerpos decapitados en un bar de esa ciudad de Michoacán. Desde entonces acudimos a una secuencia de horror donde el nuevo suceso es más impactante y desmoralizador que el anterior, un juego propagandístico de los grupos criminales que se reproduce en medio de las múltiples violencias cotidianas que sufre México.
Desde una mirada antropológica, hay violencias que debemos conocer (ver, oír, palpar) para formarnos un criterio sobre su existencia y reflexionar y concluir si queremos diseñar estrategias y políticas públicas para combatirlas y erradicarlas. Existen violencias “recurrentes” cuya difusión puede formar una denuncia del incumplimiento de autoridades y sociedad para atenderlas y existen otras violencias cuya exhibición sólo fomenta el morbo, la indignidad y el escarnio de sus protagonistas y sus familiares.
Existen también violencias “nuevas” cuya difusión es obligada. De inmediato me viene el recuerdo, de tantas violencias acumuladas en este México, del primer caso de un ataque armado en una escuela, ocurrido en el Colegio Americano del Noreste en 2017, que marcó un hecho inédito y representó un nivel de violencia nunca visto en el país. El filósofo Slavoj Žižek considera que para comprender plenamente la violencia sexual, por ejemplo, “es necesario que nos sintamos conmocionados, incluso traumatizados por ella; si nos limitamos a un conocimiento epidérmico estaremos haciendo lo mismo que quienes llaman a la tortura ‘técnica de interrogatorio mejorada’, o a la violación ‘práctica de seducción aumentada’. Para vacunarnos contra algo debemos probarlo; si no, acabaremos comportándonos como progres tan bien intencionados como ilusamente protegidos por una burbuja irreal”.
Pero la línea es muy delgada entre la denuncia contra la violencia y la construcción a través de los medios de una realidad que incentiva la venganza y da argumentos a quienes tienen el poder de castigar, como advierte Eugenio Raúl Zaffaroni, jurista y ministro de la CIDH. Entre las muchas cosas que es el periodismo también es una herramienta de formación educativa. “Todo lo que sabemos o creemos saber sobre criminología lo aprendimos de los medios”, dice Zaffaroni.
Dos hechos recientes reflejan nuestra paradoja. A la exhibición perversa en la prensa amarillista del cuerpo de Ingrid Escamilla, asesinada presuntamente por su pareja sentimental, siguió la profusión de detalles sobre el asesinato de la niña Fátima y los supuestos motivos de sus perpetradores, promovido por una fiscalía ansiosa de demostrar que funciona y la simpatía de muchos medios “serios” dispuestos a propagar el horror.
Fernando Benítez, maestro del periodismo en México, afirmaba que los medios debían servir de escuela para quienes no tenían la posibilidad de ir a la escuela. Y no hay quien pueda decir que en los medios trabajamos las personas más preparadas y formadas para asumir la responsabilidad de informar con ética y profesionalismo en este México amarillista.
Este artículo originalmente se publicó en El Economista el 23 de febrero de 2020.