La debilidad del Estado es un fenómeno común en los países de América Latina
José Soto Galindo
31 mayo, 2021A través de la página de Facebook de El Economista entrevisté a cuatro periodistas de medios que integran la Red Iberoamericana de Periodismo Económica (RIPE), en la que también participa El Economista y que este año celebra 10 años de existencia. Las conversaciones cruzaron las complejidades políticas, sociales y económicas que enfrenta cada país en el contexto de la pandemia. En todos los casos se manifestó un problema común: la debilidad del Estado, la languidez de un cuerpo con legitimidad social formado por gobierno e instituciones públicas, con un marco jurídico y una fuerza pública capaz de actuar a favor de los intereses de cada sociedad.
Pareciera un problema teórico y filosófico, pero es mucho más terrenal de lo que parece. Sin un Estado sólido es imposible controlar el territorio (véase lo que ocurre ahora en México con la capacidad del crimen organizado para amedrentar a través de la violencia y encauzar a su favor los destinos de distintos procesos electorales) y también es imposible controlar al poder económico para que su ejercicio legítimo de consecución de beneficios privados no pase por encima de los intereses sociales, incluidos, por ejemplo, la protección urgente del medio ambiente.
La pandemia evidenció Estados también debilitados para atender la emergencia social y sanitaria provocada por la enfermedad, con sistemas de salud públicos desmantelados a favor de la iniciativa privada y condiciones fiscales precarizadas y sin margen para asistir a una población con ingresos insuficientes o en la informalidad. Lo mismo en México que en Argentina o en Colombia.
La languidez de los Estados es consecuencia de políticas económicas que han privilegiado al mercado y al capitalismo financiero como entidades mediadoras de todas las relaciones sociales, incluidas las político-electorales. Para este orden dominado por la economía por encima de la política, el Estado tiene obligaciones concretas como gestor de legislaciones que favorezcan los negocios y como fuerza responsable de imponer el control policiaco de los ciudadanos. Esto es lo que se conoce como el modelo neoliberal.
Lo ejemplifico con lo que me dijo Renato García, editor Digital First de Diario Financiero de Chile, en relación con el proceso de redacción de una nueva Constitución se que vive en ese país: el gobierno fue lento para reaccionar ante las evidencias de mayores desigualdades en la sociedad chilena, la altísima concentración de la riqueza en pocas manos y los abusos de las élites, que impusieron sus condiciones y conveniencias sobre el Estado.
Chile fue el alumno modélico de los organismos financieros internacionales. Su caso se presentó durante años como el paradigma a seguir para otras sociedades latinoamericanas, con problemas sistémicos de desigualdad y corrupción. Pero detrás de todas las calificaciones positivas crecía un descontento social contra un Estado incapaz de mediar, regular, sancionar y corregir. Un Estado debilitado.
El caso venezolano es ejemplar en sentido contrario. El Estado fue capturado por una facción política que se apoyó en las fuerzas militares para perpetuar el régimen a cambio de posiciones políticas y corporativas. El Estado ha desaparecido, crucificado además por gobiernos extranjeros que sofocan y asfixian a la sociedad venezolana por medio de sanciones y bloqueos económicos. Por una parte, el chavismo está fortalecido y por la otra, la oposición congregada con Juan Guaidó es apenas “un gobierno nominal”, sin capacidad de acción gubernamental, me dijo Omar Lugo, director del periódico digital elestimulo.com de Venezuela.
Sobre Colombia, la periodista Tatiana Arango, editora de Finanzas del diario La República, destacó que las jornadas de protestas que han paralizado distintas ciudades del país desde el 28 de abril tienen una raíz “de vieja data”. Lo que vemos ahora es apenas el resultado de “una tormenta perfecta” en el peor momento: la pandemia. Los números son demoledores: 3.6 millones de nuevos pobres, tasa de desempleo juvenil cercana a 25%, informalidad mayor a 50%, consecuencia de un Estado incapaz de cumplir tareas superiores a las del mandato neoliberal.
No todo está perdido. Hay señales de solidaridad ciudadana, de construcción de redes de apoyo y acompañamiento. En esto coincidieron Omar Lugo y Walter Brown, jefe de redacción de El Cronista Comercial de Argentina. Tan extraño como suene, me dijo Brown, en el contexto del distanciamiento, los cierres y los confinamientos se ha manifestado la solidaridad y una mayor conexión comunitaria.
Esa es la vía para la reconstrucción y fortalecimiento de nuestros Estados, el diseño de nuevos contratos sociales, sólidos y con legitimación social, que garanticen la participación política, protejan los derechos humanos y alienten las prácticas económicas con responsabilidad social.
Este artículo se publicó en El Economista el 30 de mayo de 2021.