La compañía eléctrica sabe a qué hora vamos a dormir y cuándo dejamos la casa sola. El proveedor de series y películas por internet infiere si algún miembro de la familia está enfermo y pasó el día mirando el televisor. La compañía telefónica conoce dónde pasamos la noche y si lo hicimos cerca de un teléfono móvil distinto al que nos acompaña regularmente. La psicología ha diagnosticado como un trastorno el miedo a salir de casa sin el teléfono (la nomofobia). Cada aparato tecnológico conectado a internet produce datos y metadatos relacionados a sus usuarios que en algunos casos los identifican y los hacen identificables. El análisis de esa información a través de sistemas digitales permite realizar inferencias muy precisas sobre características personales de sus titulares. De la lectura del vataje consumido en un domicilio, por ejemplo, los agentes antinarcóticos en Estados Unidos intentan capturar a productores domésticos de marihuana en estados donde está prohibida la producción; a través de la navegación en internet los anunciantes determinan perfiles de usuarios para entregar publicidad personalizada (es famoso el caso del padre que supo que su hija estaba embarazada por las ofertas de ropa para bebé que la tienda Target enviaba por correo electrónico a la adolescente).
Las tecnologías de la información y la comunicación moldean un ciudadano-consumidor ansioso de bienes y servicios digitales, al mismo tiempo que mercantilizan el tiempo del ocio y el descanso. El individuo es movilizado por una productividad que no admite descanso y por un deseo siempre insatisfecho de participar, aunque sea pasivamente, de lo que ocurre en la plaza pública digital. Se ha cancelado una gran conquista del siglo XX: expulsar las actividades laborales del hogar. Los muros que protegían el espacio privado fueron penetrados por toda clase de aparatos tecnológicos conectados a internet, del teléfono inteligente a los dispensadores de alimento para mascotas, que dejan los detalles de nuestra vida personal a disposición de quienes antes se encontraban fuera de nuestro círculo más cercano: a la celebración privada están ahora invitados corporaciones, gobiernos y una fauna de supuestos amigos, fans y seguidores.
Afuera, en la calle, la situación no es muy distinta. La ciudad inteligente, dotada de sistemas de videovigilancia, sensores y algoritmos diseñados para la observancia de normas y reglamentos, posibilita la mirada permanente de cuanto ocurre en la vía pública. La ciudad inteligente se erige sobre el cuento de la seguridad pública, que esconde una racionalidad de control social, y de la supuesta mejora de los servicios públicos que aspira a la conexión de todo con todos. Si en el hogar esperamos que el frigorífico alerte cuando agotamos la reserva de leche, en la vía pública deseamos que el parquímetro grite nuestro nombre para avisar que hay un estacionamiento libre a media cuadra. Una gran maquinaria para la captación de datos se encuentra activa, inyectando nuevos registros de carácter personal al acervo. Las ciudades inteligentes posibilitan una mirada en tiempo real que haría salivar a Rousseau, partidario de las comunidades vigiladas por sus propios integrantes y en donde “cada uno se halla siempre bajo los ojos del público, el censor nato de las costumbres de los otros”.
La razón neoliberal no distingue el tiempo para el descanso del tiempo para el trabajo. El espacio privado y la intimidad han sido capturados por una narrativa que esconde la integración del trabajo con la vida personal hasta borrar la frontera que los separaba. Se ludifican las actividades del individuo hasta volverlo transparente, expuesto a la mirada de los otros. Esta racionalidad exige la libre circulación de la información, indispensable para el retorno acelerado del capital. Los datos personales son la moneda de cambio insignia en el ecosistema digital. El ciudadano es obligado a conectarse si quiere gozar de sus derechos políticos, civiles, económicos y sociales y disfrutar de las prerrogativas de ocio y comunicación de la sociedad de la información. Nuestra vida privada se ha vuelto de interés público y la situación no parece que vaya a cambiar.
Este artículo originalmente se publicó en El Economista el 6 de agosto de 2017.