Ilustración original de Nayelly Tenorio.

La mesura debe colocarse entre las pérdidas más lamentables de nuestra vida política. No existe entre lo que antes conocíamos como la “oposición” y que hoy son sólo los contrarios y mucho menos existe en el Gobierno. Pero esta no es una cancha pareja y el Gobierno está más obligado a la mesura que cualquier otra parte del espectro.

Desde el Gobierno están ansiosos por hacer valer su mayoría, rompiendo con cualquier cosa vinculada con el pasado inmediato (aunque el resultado sea la restitución de un pasado ajeno a la realidad contemporánea, pero esa es otra historia). Se pinta con brocha gorda aunque la vida pública esté llena de matices y detalles.

Quienes pensaron que el sexenio de López Obrador sería un periodo terso, que seguiría la ruta proempresa de los gobiernos de la transición (Fox Quesada, Calderón Hinojosa y Peña Nieto), dieron por hecho que la aversión contra AMLO manifestada con tanta furia y desprecio, a veces con clasismo y ánimos de aniquilación, había desaparecido.

Era evidente un clima enrarecido. Sabíamos que López Obrador no iba a ser un presidente aburrido, uno que evitara la confrontación o, cuando menos, diera atole con el dedo a críticos y adversarios. Lo suyo son los reflectores, la frase pegadora, la aguja en el corazón. Y muchas veces, la venganza. Algo que desconocíamos era que se mantendría el pacto de protección a los poderosos y a los medios útiles al Gobierno.

El protagonista del púlpito presidencial es un promotor del desencuentro y la polarización. Su discurso no invita a sus aliados y colaboradores a aguantarse ni a moderarse, sino a responder con más virulencia. Con López Obrador, quizá por la idea de que llegaba al poder un supuesto grupo de izquierda, muchos abandonaron la bonita tradición de acusar al presidente de casi todo: hoy la figura presidencial y el personaje que la representa tienen unos aduladores y defensores insospechados, que han guardado silencio en situaciones aberrantes, y por eso se molestan tanto con la crítica acerba.

Ni López Obrador ni su equipo de trabajo —mucho menos su audiencia objetivo ni los programadores de algoritmos para atacar a contrarios— entienden que lo más valioso de una democracia son las divergencias y la vigilancia del poder, en un ambiente que obligue a la mesura del Gobierno.

Tampoco entienden que no deben usarse las herramientas del Estado para combatir a la crítica y amedrentar la libertad de expresión. Las autoridades de vigilancia fiscal, por ejemplo, deben dedicarse a investigar delitos patrimoniales y a formar expedientes judiciales intachables, no a sembrar discordia a partir de suposiciones. En la filtración sobre el financiamiento de Latinus, de Carlos Loret de Mola, no se descubre nada fuera de la ley. ¿Y qué de malo tiene que la organización Artículo 19 tenga financiamiento de agencias y fundaciones internacionales, incluidas algunas estadounidenses? Al parecer, lo que tiene de malo es que denuncie violaciones a los derechos fundamentales en México, porque todos lo sabemos: entre los individuos, como entre las naciones, el respeto de la violación ajena es la paz. ¿O cómo era?

Celebro el ejercicio periodístico crítico y la manifestación en el ágora de las redes sociales, las organizaciones sociales, la academia y la iniciativa privada. Así debe ser. Así debió ser siempre. El sometimiento de la prensa frente al poder tuvo efectos negativos para la vida democrática (y también para la salud financiera y de credibilidad de los medios).

La responsabilidad de los gobernantes pasa por el respeto a las manifestaciones contrarias, críticas y ácidas de vigilancia, exigencia de rendición de cuentas y defensa legítima de intereses. Y, aunque no les guste, del ejercicio de la libertad de expresión incluso si es patrocinado por detractores confesos.

Más que polarización y discordia, lo que necesitamos de manera urgente es mesura. Mucha mesura.

Este artículo se publicó en El Economista el 4 de abril de 2021.

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