Bullshit y no shit. Bullshit. La precisión al señalar el sitio de las dolencias siempre es importante. J. tiene un trabajo cuyo salario le asegura niveles de consumo aceptables. J. debe asistir a la oficina con saco y corbata, presentable, aún cuando nadie más le ve una vez instalado en su cubículo. El trabajo de J. se reduce a lograr pasar horas sentado pretendiendo que lo que hace es importante, y su éxito se mide por lo convincente que resulte la escenificación para sus superiores. No es que simule trabajar —no es una persona perezosa u holgazana—, sino que el simular que se hace algo importante es el trabajo, piensa J. para sí. Sabe que si no asistiera a trabajar, si nadie más ocupara esa posición, si todo su gremio desapareciera, nadie lo advertiría. El trabajo de J. le da prestaciones y beneficios “superiores a las de ley” —como decía el anuncio cuando buscaba empleo—, y las condiciones son aceptables siempre que se cumpla con la simulación a cabalidad.

J. distingue su trabajo del trabajo arduo y mal pagado del —por ejemplo— personal de mantenimiento del edificio en el que trabaja. Ese trabajo es precario, pero en realidad el personal de mantenimiento desempeña un papel útil y su ausencia la resentirían todos, reflexiona J. En cambio, J. tiene el fuerte sentimiento de que la posición que él mismo ocupa no es útil, y todos los días teme que sus superiores se den cuenta y lo despidan por fin. Un esfuerzo mayor en aparentar no lo conducirá a un mejor puesto; tampoco le asegurará mantener su trabajo, se dice J. Para J. es tan obvio el sinsentido de sus tareas que se pregunta si no es que todos lo saben ya.

* * *

David Graeber, anarquista y profesor de antropología en la London School of Economics, cuenta que en 2013 la publicación independiente Strike! Magazine le pidió un ensayo. Les entregó el artículo titulado “On the Phenomenon of Bullshit Jobs: A Work Rant”, cuya traducción libre de escatología puede ser “Sobre el fenómeno de los trabajos sin sentido: una diatriba contra el trabajo”. Graeber relata que la intuición para el tema de este artículo la generó el encuentro previo a su redacción con una amigo de la infancia, que tuvo cierto éxito en su juventud como cantante de una banda de rock a la que tuvo que dejar luego de que el proyecto no prosperara. En su lugar, se volvió abogado corporativo para pagar las cuentas. El amigo describió a Graeber con amargura sus tareas, y cómo la mayor parte de su tiempo se iba sólo en escribir y contestar correos electrónicos. La conclusión de la charla vino cuando el amigo de la infancia dijo que consideraba que las labores de los abogados corporativos no eran útiles, que eran radicalmente prescindibles, por lo que el suyo, asestó, era un trabajo bullshit.

Por partes. ¿Cómo define Graeber un bullshit jobUn trabajo sin sentido es una forma de trabajo remunerado que es tan completamente inútil, innecesaria, o perniciosa que incluso el empleado no puede justificar su existencia a pesar de que, como parte de las condiciones de empleo, el empleado se siente obligado a fingir que este no es el caso. En su análisis, Graeber distingue a estas labores sin sentido del «shit job» —si el bullshit es teleológico, el shit es ilustrativo, por lo que no se intentará una traducción— que es un trabajo que puede ser degradante, arduo y mal pagado pero que en realidad desempeña un papel útil en la sociedad.

Es esta contribución social, a la comunidad, lo que distingue a un trabajo shit de uno bullshit. Graeber dirá en entrevista para distinguir uno de otro que si enfermeras o policías o conductores de transporte público —empleos mal pagados que se dan en condiciones precarias— deciden hacer huelga, todos nos veremos afectados. Pero si pararan, por ejemplo, los abogados corporativos, la falta de su actividad no haría diferencia alguna para la comunidad. 

Una forma más para saber si se tiene un trabajo sin sentido es si usted ha pensado secretamente que su trabajo no tiene sentido. Para Graeber, esta intuición siempre es la prueba, aún cuando distingue sectores productivos donde la presencia de este tipo de trabajos es mayor. También puede pasar que su trabajo sea parcialmente sin sentido, es decir, que parte de sus actividades sean anodinas, que carezcan de relevancia, que estén de más, pero que deben ser cumplidas, sin saber por qué.

En 2018 Graeber publicó Trabajos de mierda: Una teoría, libro en el que desarrolla la intuición del ensayo de 2013. Como justificación de la obra, nos dice el antropólogo en su estilo informal, pone el siguiente ejemplo: si un hombre cae en una alcantarilla, el hecho puede atribuirse sencillamente a la distracción; pero si se descubre que en una ciudad son numerosos los casos de personas que caen en alcantarillas, la respuesta de la distracción ya no alcanza. Es el caso de los trabajos sin sentido. Dado el volumen de quienes tienen la percepción que sus trabajos no tienen sentido, hay algo que debe ser analizado, y que no puede reducirse a una insatisfacción con la vida de un particular.

El impacto que produjo la publicación del ensayo fue inmediato. El sitio de Strike! se colapsó por el tráfico, se tradujo en poco tiempo a varios idiomas, y Graeber recibió miles de correos de personas que vieron reflejadas sus sospechas en el artículo. Fueron tales las repercusiones que el gobierno de Reino Unido realizó una encuesta entre los trabajadores, encontrando que 37% de ellos consideraba que el trabajo que desempeñaba no tenía ningún sentido —meaningless fue el flemático término usado por el gobierno británico, dejando de lado el colorido bullshit del anarquista—. ¿Su trabajo hace una contribución significativa al mundo? 50% respondió que sí, y 13% dijo no saberlo. Márgenes parecidos se encontraron en otros países en los que se hizo la encuesta.

¿Es un problema nuevo? No. Graeber cita el caso soviético. En la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) —hoy Rusia—, a fin de que toda persona estuviera empleada, podía darse el caso de que se crearan trabajos sin sentido o duplicasen o triplicasen funciones, como el destinar a tres personas al mismo tiempo para vender una sola cosa. Hasta aquí, nada nuevo bajo el sol. Incluso en la burocracia y el sindicalismo mexicanos han existido casos así, por razones distintas a las soviéticas, claro está. Volviendo a Graeber, muchas de las personas que le reportaron esta sensación sobre sus trabajos estaban empleadas en sectores pujantes de la economía capitalista. Corredores de bolsa, mercadólogos, relacionistas públicos, abogados corporativos compartían sin saberlo la idea de que sus trabajos no tenían sentido.

El ejemplo de Graeber de la URSS implica que lo anodino del empleo carece de relevancia si el objetivo es tener tasas de desempleo iguales a cero. Pagar un salario a cambio de básicamente nada tiene un sentido. Pero en la sociedad británica del siglo XXI, bajo una economía de perfil capitalista en la que la productividad es uno de los dictados, ¿cómo es posible el contrasentido de que las empresas contraten personal para simular que hacen algo, porque sus puestos son prescindibles?

Una razón: porque el problema no es económico sino ideológico. Graeber ofrece como evidencia de ello el caso de la aplicación de las políticas neoliberales en el mundo. Si consistentemente su implementación tiene como efecto el aumento brutal de la desigualdad, y su correlato, la concentración de la riqueza, además de la reducción de las tasas de crecimiento económico, y en los países más ricos las generaciones más jóvenes están destinadas a vidas menos prósperas que las que tuvieron sus padres entonces, se pregunta Graeber, por qué se sigue impulsando este proyecto. 

“Si una empresa privada contrató a un consultor para elaborar un plan de negocios, y éste dio lugar a una fuerte disminución de las ganancias, el consultor sería despedido. O por lo menos, se le pediría un plan diferente. Con las reformas de libre mercado, esto nunca pareció ocurrir”, dice Graeber. “La única conclusión lógica es que los imperativos económicos no son los que impulsan realmente el proyecto”, por lo que estos son más bien de naturaleza política, ideológica.

Otra razón más: control social. Control social que además produce una insatisfacción que conduce al consumo para lidiar con ella. Es la hipótesis de Graeber, que él mismo acepta que puede ser juzgada de teoría conspirativa. No obstante, el antropólogo señala que dados los cambios en el mercado laboral a causa de la automatización, y que toda economía nacional tiene en las tasas de empleo uno de sus indicadores de buen funcionamiento, el caso de que el capitalismo esté pagando por empleos sin sentido tiene sentido.

Y aún más. La frustración de un empleo sin sentido lleva al resentimiento contra aquellos que tienen trabajos significativos, que inciden en la sociedad. A diferencia de los trabajos shit, estos trabajos —entre los que se encuentran las artes— se reservan para las élites económicas. Y las políticas públicas apuntalan esta estructura.

En una entrevista de 2016, Graeber dijo que la aparición de los Beatles fue posible gracias al Estado de Bienestar, que aseguraba condiciones de vida que posibilitaban a la clase trabajadora a dedicar su tiempo a tareas creativas. Luego de décadas de desmantelar al aparato de protección social, el próximo John Lennon, dice Graeber en la entrevista, debe estar “empacando cajas en un supermercado en algún lugar”, en lugar de componer canciones con el próximo Paul McCartney.

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Preferiría no hacerlo.

“Una de las tareas indispensables de un escribiente, está claro, es verificar la precisión de su copia, palabra por palabra. Cuando hay dos o más escribientes en una oficina, se ayudan mutuamente en esta revisión: uno lee la copia mientras el otro sigue el original. Es un asunto bastante tedioso, cansino y letárgico. Puedo imaginarme muy bien que para algunos temperamentos sanguíneos sería completamente intolerable. Por ejemplo, no me imagino al valeroso poeta Byron sentándose de buena gana con Bartleby a revisar un documento legal de unas quinientas páginas, escritas con una letra apretada y abigarrada.”

El párrafo citado corresponde al relato Bartleby, el escribiente: Una historia de Wall Street, de Herman Melville. La obra publicada en 1853 está construida sobre la voz de un abogado dueño de un despacho en la calle Wall Street, que decide contratar a un copista judicial o escribiente. Al anuncio de empleo responde Bartleby, un joven pálido, de figura famélica y aspecto desamparado, describe la voz narradora, y es contratado.

En un primer momento, el copista resulta un buen trabajador. Pero la anomalía que da pie al relato sobrevendrá cuando el abogado pide a su empleado que le ayude a cotejar la copia con el original. Bartleby, desde su lugar, le responde sin intención “Preferiría no hacerlo”. El patrón queda sin saber qué hacer, dejando pasar la situación. Pero sólo es el inicio. A las órdenes que le siguieron a esta primera ocasión, el copista de Wall Street responderá a su empleador que preferiría no hacerlas.

El párrafo citado establece una distinción entre un trabajo significativo —el ser un poeta— y uno anodino como el ser copista. El mundo actual no se puede entender sin la obra de Byron, pero sí sin los miles de documentos reproducidos por los copistas del siglo XIX.

Algunos críticos han querido ver en Bartleby a un revolucionario. Karl Marx publicó El Manifiesto Comunista cinco años antes de Melville a Bartleby. Pero este personaje actúa solo, y su posible resistencia —siempre que sea tal— no se articula como parte de un movimiento social. Además, su desobediencia no cambia nada. Simplemente, acaba muriendo de hambre, a pesar de que su patrón trata de convencerle una y otra vez de que no lo haga, de que salga de su ensimismamiento.

La voz del patrón es la que conduce el relato. Es desde sus ojos que vemos a Bartleby. Nos hace saber que se preocupa por él, y busca darle consejo, guía, sabedor de lo que es mejor para el copista. La prueba de su superioridad es su jerarquía, y no se necesita más. Asume un cuidado con él que va más allá de una relación laboral. El jefe se preocupa por Bartleby, y lo sabemos porque el relato mismo constituye la prueba de su desazón, estado que además lo eleva por encima de todo juicio porque pudiendo despedirlo, decide hacerse cargo de él hasta rebasando los límites de lo razonable.

Pero esta moralmente encomiable disposición del jefe hacia Bartleby puede velar con su virtud una situación de naturaleza radicalmente opuesta. Todo esfuerzo salvífico por parte del patrón se topa con una resistencia que se articula en la frase “Preferiría no hacerlo”. Entre las palabras de compresión de un jefe amigo hacia su subordinado yace una estrategia de dominación más perniciosa de la simple imposición autoritaria, advierte el filósofo Slavoj Žižek. Un jefe amigo no ordena, sino que sugiere, desde el punto que él sabe lo que es mejor para su subordinado. Así, el empleado no puede oponer resistencia, porque no está presente la violencia de una imposición.

El “preferiría no hacerlo” de Bartleby desarticula la orden de un patrón amigo. Se puede pensar que no sería igual de efectiva ante un patrón autoritario, al que los motivos le sobrarían para despedirlo de inmediato ante la negativa a obedecer la orden.

Parte de la angustia por la que pasan los trabajadores con un empleo sin sentido, como el ya extinto oficio de copiar actas jurídicas en Wall Street, se debe a que no hay una figura que les imponga el realizar la tarea. Sin tirano a la vista, la libertad que tienen es negativa. Si decidieran renunciar, los espera el desempleo o un trabajo precario. Pero un primer paso para modificar esta situación es tomar conciencia de que se está en un trabajo sin sentido. “Preferiría no hacerlo” puede ser declaración de principios.

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