Jeremy Bentham, cuerpo momificado en Londres.

Como condición de volvernos ciudadanos transparentes, la racionalidad económica que padecemos nos incita a participar en una gran plaza pública en actividad permanente. A través de las redes sociales consumimos ideas, opiniones e informaciones y expresamos estados de ánimo, inconformidades y desahogos. También nos erigimos en un tribunal digital que dictamina sobre conductas públicas y castiga a costa de la reputación de las personas. La razón neoliberal, que no distingue el tiempo de trabajo del tiempo de descanso, nos invita a abrir las puertas de nuestra vida privada y a participar de acontecimientos que parecen ocurrir a una velocidad inalcanzable a través de las pantallas de nuestras computadoras y nuestros smartphones. Se ludifican nuestras necesidades informativas y de entretenimiento y se mezclan en un devenir continuo que ofrece lo mismo imágenes de las víctimas de un atentado en el paseo turístico, el nuevo meme del Presidente, el rostro del abusivo que invadió el carril de ciclistas o el video del chachorrito que aprende a caminar.

El gran tribunal de la opinión pública fue uno de los dos grandes proyectos del filósofo inglés Jeremy Bentham; el otro proyecto fue un diseño arquitectónico para la vigilancia total, en el que los internos debían sentirse observados por un vigilante invisible todo el tiempo (lo llamó el Panóptico). Los dos proyectos parecen cumplirse al pie de la letra. Bentham concibió su tribunal como una entidad en la que los miembros de una comunidad se juzgaban a sí mismos continuamente, como ocurre ahora en nuestras comunidades digitales. Los ciudadanos transparentes, expuestos en las redes sociales, juzgan a sus semejantes y linchan a los descarriados en la plaza pública digital. Todo cuanto puede ser público lo es y su nivel de exhibición es proporcional a las sensibilidades afectadas. El gran tribunal es al mismo tiempo una hoguera para subsanar injusticias y dictar sanciones, en sociedades donde la desigualdad ha creado o rescatado viejos sistemas de castas que se distinguen por el grado de impunidad con el que poderosos o influyentes se mueven en la vida social.

Este gran tribunal impone subjetividades y dicta caducidades sobre la manera como habremos de identificar a los individuos vueltos públicos en los medios de comunicación digitales, en una dialéctica descompuesta donde el ruido importa más que la construcción de experiencia, en la manera como Walter Benjamin analizaba la capacidad para procesar la información que se recibe. El individuo es estimulado a presentarse con una identidad ad hoc, ya sea la del personaje de sí mismo o una diseñada por o para la plaza pública cuando la situación no le obliga a asumir una identidad impuesta por el gran tribunal y que será una huella digital indeleble e imperecedera.

Para el filósofo mexicano Jesús Rodríguez Zepeda, la opinión pública fue “concebida desde su origen (en los cafés, en los clubes, en los periódicos) como la opinión agregada de los agentes privados, sin que esta condición de publicidad adquirida la convierta nunca en opinión de Estado”. La masificación de los sistemas de comunicación en línea, en tiempo real, de alcance mundial y accesibilidad permanente, construyen este tribunal de la opinión pública que puede acabar con la reputación de las personas en instantes.

El Panóptico, el otro gran proyecto de Bentham, se produce con la incorporación a nuestra vida cotidiana de los dispositivos electrónicos conectados a internet, que lo datifican todo y lo dejan a disposición para el perfilamiento mercadológico, político y comercial. Este Panóptico cierra su diseño con el tribunal de la opinión pública. La última pinza sobre una sociedad vigilada o que se sienta vigilada y al mismo tiempo censora de sus propias conductas, con capacidad para castigar a los descarriados. Marx llamó al utilitarista Bentham un “oráculo insípidamente pedante, acartonado y charlatanesco del sentido común burgués decimonónico”. Un oráculo al que la racionalidad neoliberal y las tecnologías de la información y la comunicación parecen darle la razón.

Este artículo originalmente se publicó en El Economista el 20 de agosto de 2017.

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