El ex espía estadounidense Edward J. Snowden viajó de Hong Kong a Moscú con documentación migratoria de Ecuador. Fue posible sólo porque el gobierno de China así lo quiso. Desde la capital rusa, el siguiente destino de Snowden sería La Habana, para luego trasladarse a Quito en busca de asilo.

Pero algo alteró el itinerario y a estas horas del lunes en la ciudad de México (11:50 pm) nadie sabe nada del paradero de Snowden.

Parece una novela de Robert Ludlum, quien inspiró la trilogía cinematográfica de Bourne y sus secuelas.

El guión ocurre en la vida real, bajo el patrocinio de Julian Assange, fundador de WikiLeaks y el mayor impulsor de la transparencia gubernamental y corporativa del mundo, y la ansiedad del gobierno de Estados Unidos.

“(Snowden) se encuentra en un lugar a salvo y seguro”, dijo Assange por la mañana a la prensa, vía telefónica, desde su estancia en la Embajada de Ecuador en Londres.

Desde Nueva Delhi, el secretario de Estado estadounidense, John Kerry, pidió a los gobiernos involucrados en el caso Snowden ceñirse a lo que dictan los “estándares de la ley” y llamó a la reciprocidad gubernamental en los esfuerzos de captura de fugitivos. El mensaje sonó más a exigencia que a llamamiento a la participación.

A Ed Snowden, ex colaborador de la CIA y ex colaborador de la NSA (National Security Agency), se le persigue por filtrar a la prensa documentos clasificados sobre la forma como el gobierno de Barack Obama espía las comunicaciones privadas de millones de ciudadanos de Estados Unidos y que ha deteriorado la reputación de operadores de telecomunicaciones y firmas de tecnología digital (Facebook, Apple, Google, Yahoo!, Microsoft).

“No quiero vivir en una sociedad que hace ese tipo de cosas. No quiero vivir en un mundo en el que se graba todo lo digo y lo que hago. Es algo que no estoy dispuesto a defender ni con lo quiera vivir”, dijo Snowden a The Guardian tras las revelaciones de espionaje publicadas el 6 de junio pasado.

El gobierno de Washington ha actuado bajo la tónica del ofendido: el mensajero es el culpable, démosle una sanción ejemplar, y que quede claro que en el debate de la seguridad nacional contra la privacidad de los ciudadanos prevalecerá siempre la voz del control y la restricción.

Snowden es, siguiendo la trilogía cinematográfica Bourne, el ex agente que sabe demasiado y hay que liquidar para evitar riesgos en el programa.

Las revelaciones de Snowden lo convirtieron en el siguiente Bradley Manning de la era digital: un objetor de conciencia sobre una actividad de gobierno que individualmente considera lesiva para las libertades civiles y por eso decide denunciarla. El problema de Snowden, el mismo de Manning, es que obtuvo la información trabajando precisamente en un programa confidencial del gobierno que ahora denuncia. (Manning fue quien filtró a WikiLeaks información clasificada sobre la guerra de Estados Unidos contra Afganistán).

Eso es el matiz de la filtración, la escala de grises del caso, que debe derivar en lo importante: el monitoreo del gobierno sobre los gobernados. Al mismo tiempo que puede ser acusado de traición, por filtrar información confidencial sobre seguridad nacional, Snowden dio a conocer al mundo un caso de espionaje hacia la ciudadanía y la presión gubernamental a las corporaciones para revelar datos sustantivos sobre las comunicaciones y actividades de sus clientes, que ayudan a determinar desde el estado de ánimo de una persona hasta las intenciones de consumo o sus posiciones políticas.

Snowden ha revelado un caso de abuso sobre los ciudadanos de un país, a la Emmanuel Goldstein de 1984, y se ha embaucado en un thriller que Ludlum podría ofrecer a cualquier director, incluido Alfred Hitchcock.

Este artículo originalmente se publicó en El Economista el 24 de junio de 2013.

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