¿Qué cosa es mejor y más preferible: el gazpacho y los chorizos de Extremadura; los chiles rellenos y la carne frita de la Independencia, o las papas al vapor y la Carlota rusa de la República?

Manuel Payno, El hombre de la situación
Manuel Payno, escritor. Un breve ensayo sobre su novela El hombre de la situación.
Manuel Payno, escritor. Un breve ensayo sobre su novela El hombre de la situación.

“Los españoles son ya seres degenerados. Pero es que el mexicano es un español degenerado. Todos los vicios de los españoles —grandilocuencia, fanfarronería, quijotismo— se encuentran elevados en ellos a la quinta potencia, sin la solidez de los españoles […] Como contrapartida, hay que reconocer que los españoles no han producido un genio como Santa Anna”. La opinión es de Karl Marx, expresada con motivo de la guerra entre México y Estados Unidos, y yo la tomo de un artículo de Antonio Elorza (“España y México: una modernización frustrada”, Letras Libres, noviembre 2006, número 95). La opinión me viene estupenda para hablar de los tres Fulgencios protagonistas de El hombre de la situación, la novela que Manuel Payno publicó en 1861. El fundador de esta casta de apellido es un gaditano, un andaluz con ínfulas de marqués; le continúa un criollo de madre judía y portuguesa que asciende a la elite de la República, y le sigue un mexicano educado en Inglaterra, malinchista, arribista e idólatra. Se trata de tres generaciones que transcurren tres distintas etapas en la política mexicana: Nueva España, Guerra de Independencia y México independiente. La opinión de Marx, basada en su observación y, seguramente, de la lectura de cronistas y políticos de la época, no dista mucho de los personajes grotescos que construye Payno para criticar una desvencijada estructura social que funciona a partir de ilusiones y espejismos. Los Fulgencios de El hombre de la situación son seres grotescos que parecen extraídos no sólo de la imaginación literaria, sino de los procesos políticos y sociales del país americano.

Manuel Payno (todavía se discute si el año de su nacimiento fue 1810 o 1820; lo que no se discute es el año de su muerte, 1894) fue periodista, político y escritor y, siguiendo a Luis González, fue uno de los dieciocho letrados que formaron durante diez años la elite liberal tras el triunfo de la República sobre el Segundo Imperio, en 1867 (“El liberalismo triunfante”, Historia general de México, El Colegio de México, México, 2000, p. 638). Payno, como hombre de letras, se dedicó a crear una obra donde se reflejara el espíritu mexicano y la sociedad; como hombre interesado en la política, participó en el Ministerio de Hacienda, fue diplomático y diputado. Escribió relatorías económicas, biografías, crónicas de viaje, relatos como representante consular, novela, cuento, artículos periodísticos.

Manuel Payno publicó su novela El hombre de la situación en el periodo intermedio entre El fistol del diablo (1845-1846) y Los bandidos de Río Frío (1889-1991), las obras más relevantes de su producción, y en ella narra la vida de tres generaciones de Fulgencios: el primero, llegado a la Nueva España con la ilusión de llenarse los bolsillos de oro y plata; el segundo, nacido en territorio americano, que representa una mezcla entre los dos mundos políticos divididos por el triunfo independentista, y el último, como la figura de los “nuevos tiempos”. En este relato costumbrista (publicado originalmente con el subtítulo Novela de costumbres por M. Payno, ciudadano mexicano), el autor plantea el conflicto de sus personajes a partir de una pregunta que, mezcla de ironía y confrontación, se basa en la gastronomía:

“¿Qué cosa es mejor y más preferible: el gazpacho y los chorizos de Extremadura; los chiles rellenos y la carne frita de la Independencia, o las papas al vapor y la Carlota rusa de la República?”

Manuel Payno, El hombre de la situación (Alfaguara, Colección Clásicos Mexicanos, México, 2004, p. 171-172).

Y él mismo responde:

“Tened muy en cuenta, lectores, que estos manjares representan tres edades, tres épocas distintas, y que simbolizan quizá la paciencia de los antiguos, el ardor y constancia de nuestros padres y el desorden de nuestra vanidad” (ibid., p. 172).

Y a pesar de las distintas edades políticas que atraviesan los personajes, hay algo en su construcción genética que los hace actuar como sujetos similares, como seres ambiciosos y cretinos, a la vez que ignorantes y soñadores, lo que en el fondo constituye la crítica más fuerte de Payno hacia los valores de la política y los estatus sociales. A partir de seres literarios, el autor construye un mundo afincado en la historia y los ímpetus de quienes forjaron la nación mexicana. Véase si no el sueño por erigirse como “ciudadano ejemplar” con base en títulos nobiliarios y el reconocimiento de los otros: por una parte, el viejo Fulgencio, andaluz llegado de polizón a la Nueva España, una vez que se encuentra con dinero también se ve necesitado cuanto antes de una aureola de respetabilidad impuesta por los otros: gasta medio millón de pesos en la compra de una capitanía y despilfarra otra buena parte de su capital, heredado del ahorrador gallego José Pascasio Aguirrevengurren, en la búsqueda del título de Conde de Soto Alegre. Décadas después, su hijo amanece un día con la seguridad de su instinto político y emprende una carrera que lo lleva a diputado federal y benefactor de infinidad de hospitales y escuelas, con la sola inspiración de los “grandes hombres”: “hablar poco o no hablar nada”. Al morir, Fulgencio el grande había conseguido los títulos de “capitán de los reales ejércitos de S.M., Caballero del Hábito de Santiago, Tesorero de la Muy Ilustre Archicofradía de San Emigdio, Mayordomo Perpetuo de la Vela Encarnada, Socio Fundador de la Congregación de los Niños Andaluces y Patrono de la Real Capilla de Santa Ifigenia Virgen y Mártir” (ibid., p. 123-124), además del “nombramiento de subdelegado de Villerías”, un pueblecito cercano a la hacienda donde vivía con su esposa portuguesa (ibid., p. 130). Su hijo diputado caminaba por las calles de la ciudad de México siendo “individuo de una mesa de la Congregación de San Juan Evangelista; en otra, tesorero de la Junta de Árbitros, y en la de más allá, miembro de la Junta Consultiva de Monopolios y Gabelas [y] su fama no se redujo a los estrechos límites de la República sino que voló al extranjero, los anticuarios de Filadelfia lo nombraron socio honorario; y los abolicionistas, Presidente Perpetuo del Instituto de África” (ibid., p. 121).

Sin duda, esta necesidad de títulos nobiliarios, expresada en los regímenes colonial e independiente casi de la misma forma y con la misma ansiedad, se reduce a la condición genética de los Fulgencio García Julio, supuestos descendientes de una dinastía de nobles españoles fundada por el propio Julio César y, según otras teorías, hijos directos de Adán y Eva: “Todos los andaluces son el diablo de habladores y de vanidosos” (ibid., p. 57). Y curiosamente coincide con la visión de Marx sobre los mexicanos. Agrega Payno sobre el Fulgencio criollo: “Y entonces le vino, por primera vez en muchos años, el deseo de ser todo esto y más todavía, y de verse impreso, reimpreso y reproducido sin cesar en todas las publicaciones periodísticas de la república. El monstruo de la ambición, que había permanecido tanto tiempo pequeño como una simiente en su corazón, creció de improviso y pocos le parecían todos los empleos, cargos y comisiones de la nación” (ibid., p. 151-152).

En este cambio de liturgias entre el Antiguo Régimen y el México “moderno”, Payno además deja de manifiesto una coincidencia entre los predicadores: los ministros del culto católico y los “ministros” de la prensa.

Dice de José Pascasio Aguirrevengurren al escuchar el sermón laudatorio por el fallecido hermano gemelo del comerciante gallego:

El hermano Vengurren alzaba de cuando en cuando la cara para ver al predicador, pues no había llegado a su noticia que sus parientes habían sido los ya difuntos condes de Barcelona, ni mucho menos que su hermano hubiese vendido en Galicia pocas ni muchas varas de sayal a las beatas; sin embargo, como el padre Rodrigo lo decía, y no como quiera, sino en el púlpito, el hermano escuchaba con mucha unción, y creía a pie juntillas todo lo que el religioso iba diciendo (p. 101).

Dice de Fulgencio el criollo al leer un artículo de prensa con motivo de su ingreso a la Cámara:

El redactor, sin conocer a nuestro hombre y sin más antecedentes que éstos, escribió su párrafo y lo dejó en la imprenta entre la multitud de noticias falsas y ciertas, de chismes, de difamaciones injustas e injustos elogios de que se compone ese pozo sin fondo, esa vorágine que se traga diariamente cuanto se escribe bueno y malo, y que en el mundo se conoce con el nombre de periódicos (p. 197).

La cronología de la situación

Manuel Payno comienza su narración en el año de 1760, con el viaje que emprende el marqués de Cruillas, Joaquín de Montserrat, para instalarse en la Nueva España como virrey. En el mismo barco viene de polizón un bribón andaluz, de quince años, fundador de la “dinastía” de los García Julio en América y quien, como el virrey, viene a forrarse de oro y plata. Ambos, seguros benefactores del sueño americano durante la Colonia: los minerales preciosos que tapizan todos los suelos de América. He aquí una conversación entre ambos, el personaje real y el imaginado:

—Mi señor padre me dijo: “Hombre… ve, recoge un poquillo de oro, y dentro de unas semanas te vuelves a tu casa…”. Conque ya ve usted, señor marqués, que tengo un algún quehacerillo.

—A eso vinieron también Cortés, Alvarado y Guzmán —dijo en voz baja el marqués— y a eso, en sustancia, vengo yo también (ibid., p. 24).

En el curso de los años hasta el comienzo de la Guerra de Independencia, Payno se encarga de reflejar las costumbres y el comercio de la época, basado en sus propias lecturas y “en el recuerdo a la vez que la pesadilla de los pocos viejos que todavía los alcanzaron”. “¡Qué tiempos! La política era obedecer al rey y a la Inquisición (ibid., p. 67 y 72). A partir del grito de Dolores del cura Hidalgo, Payno refleja el choque cultural y político entre las generaciones realistas y los independentistas, con el enfrentamiento entre el andaluz Fulgencio como defensor del rey y su hijo criollo y estudiante de derecho en la Ciudad de México: “La idea de libertad e independencia había cundido no sólo en los campos, sino también en los colegios y en el asilo venerable de los Comendadores Juristas de San Ramón. Se respiraba ya esa atmósfera infectada con las doctrinas de lo que entonces se llamaba herejía, traición a la patria y al rey, crimen nefando y blasfemo. La política tenía horcas y la Inquisición bartolinas para castigar a todos los rebeldes. ¡Cuánto y en qué poco tiempo mudan los tiempos y las costumbres!” (ibid., p. 131).

Manuel Payno aprovecha para defender la liberación del pueblo novohispano con una crítica al sistema de privilegios con que la Corona favorecía a los peninsulares en sus colonias americanas:

Desde el portero de oficina, hasta el virrey, todo había de venir de España, y ésta es una de la quejas que con más sazón han exhalado los oradores cívicos por muchos años en el glorioso dieciséis de septiembre. El león de las Españas era, en efecto, tan voraz, que no dejaba ni un hueco para la flaca águila de los aztecas (ibid., p. 63-64).

Después toca la época de la construcción de la República. El autor omite el periodo de luchas entre los imperios de Iturbide y Maximiliano, auspiciado por el retiro espiritual y bucólico de Fulgencio el chico, se encuentra retirado en el campo, lejos de la Ciudad de México. La vida pública de los Fulgencio recobra bríos con la “epifanía política” del segundo representante de la saga, quien envalentonado por sus sueños de grandeza decide incursionar en la política, a base de “cañonazos” de dinero. Este Fulgencio dejó trunca su carrera de leyes por un sueño de independencia “y holgazanería” y no es más que un hacendado con una vida de adulto labrada en la provincia. Ignorante y fanfarrón, ve en la nueva clase política, surgida con la Restauración de la República, un nicho favorable a su ambición.

El último Fulgencio de esta dinastía ha pasado ocho años en Inglaterra y ha adoptado, como una esponja insaciable, las costumbres de la isla europea. A su regreso a México, tras el triunfo electoral de su padre, decide que debe “civilizar” a su familia y los convierte en unos nuevos ricos petulantes y pretenciosos. Fulgencio incluso regresa al país con un nuevo nombre: Fred, porque el suyo era extraño para los ingleses, lo que su padre le celebra:

—Fred, papá, Fred, que quiere decir Federico. Como el nombre de Fulgencio era de muy difícil pronunciación y algo raro, tomé mi segundo nombre, que era Abundio, que pareció detestable a los camaradas de la escuela y dieron en que me había de llamar Federico, y, por abreviatura como se acostumbra en Inglaterra, me llamaban Fred.

—¡Vaya bribonzuelo! ¡Si ya decía yo que había de hacer carrera! ¡Oh! ¡Si es mucha la educación de esa Europa! ¡Hasta los nombres se cambian sin necesidad de bautismo! (ibid., p. 176).

Y es precisamente esta ignorancia la que permite el ascenso político y social de estos dos personajes: el grande, nombrado benefactor de múltiples instituciones; el chico, llamado a ser parte del Ministerio de Relaciones sin considerar sus aptitudes, sino su presencia física y su porte: “Para la política —escribe Payno— se requiere facha y nada más que facha” (ibid., p. 205).

Conviene cerrar con una cita del ex presidente estadounidense Woodrow Wilson, al justificar los procesos intervencionistas de Washington en naciones como la mexicana:

El pueblo mexicano ha demostrado que no es bastante fuerte y sano como para gobernarse a sí mismo. Una raza como ésta, en su mayor parte compuesta por mestizos, indios y aventureros españoles, casi toda analfabeta, no puede aspirar a la libertad y a la justicia; en una palabra, a la democracia. Necesita sin remedio ser oprimida. Durante siglos así lo ha sido, víctima de la degradación que le han impuesto sus autoridades: ladrones, asesinos y cohechadores. ¿Quién podría suponer que en el futuro será un país distinto y que no corremos los americanos el riesgo de pagar las consecuencias de su grave situación si no ponemos medidas drásticas?

Tomado del artículo “El muro ignominioso”, de Ignacio Solares: revista Proceso, octubre 23 de 2006, número 1564.

El humor de Payno

A toda la crítica social, la relación de costumbres y censura de la ignorancia, Manuel Payno se da tiempo para el humor. No quería cerrar este texto sin soltar algunas citas que revelan la ironía con que el autor arropaba su obra. Lo mismo repudiaba a los advenedizos y arribistas que a la exaltación desmesurada del respeto de los valores cristianos y el respeto a la Iglesia católica y a toda la fauna que pobló el territorio mexicano antes y después de la Independencia de la Corona española.

Sobre los arribistas:

Los rancheros del pueblo donde tan dignamente desempeñaba don Fulgencio las funciones de subdelegado, se volvieron insurgentes de la noche a la mañana, y calculando realistas a las vacas y a las ovejas, dieron tras ellas, y en poco tiempo no dejaron ni un solo de estos temibles enemigos (ibid., p. 134)

Sobre los advenedizos:

—Yo prometo —continuó el joven— civilizar en pocos días hasta a mi mamá, con tal de que me obedezcan. Es menester desterrar esas comidas indigestas de México: chiles rellenos, envueltos, mole de pecho. ¡Qué horror! ¿Qué persona bien educada pone ya en su mesa tales guisotes? Un buen trozo de rosbif; unas papas al vapor; su taza de té, con un par de gotas de crema de leche, cuando más; una rebanada de jamón de Westfalia; frutas secas y un buen vino de Oporto; he aquí un almuerzo sano, elegante, y… vamos… el mismo que se sirve todos los días a la reina Victoria ((ibid., p. 189)

Y sobre la idolatría a la palabra de los ministros de culto, tomado de la jaculatoria de fray Rodrigo de la Cruz sobre Pascasio José Aguirrevengurren, muerto en Manila:

Basta deciros que, al vender el terciopelo morado, recordaba a Jesucristo en la cárcel; al doblar el damasco carmesí, hacía conmemoración de los azotes; y al medir la sempiterna negra, no podía menos sino enternecerse con los dolores que sufrió al pie de la cruz nuestra Madre Santísima. ¡Qué piedad, qué unción, qué ejemplo tan saludable para el comercio, que en cada uno de los lienzos despreciables que vende para satisfacer los caprichos del lujo de los grandes de la tierra, tiene un motivo para recordar los misterios de nuestra santa religión! (ibid., p. 103)

Manuel Payno murió en 1894, a la edad de 74 u 84 años (cuando los estudiosos lleguen a un arreglo, dejaremos una fecha definida en este artículo). Le faltaba escribir sus memorias. Cuenta Luis González Obregón, quien se entrevistó con Payno meses antes de que éste muriera, que en la relatoría de su vida “narraría casi completa la historia de México independiente, porque habiendo nacido en 1810, nos contaría los episodios de su niñez, refrescada por los relatos de su anciano padre, que le darían de sobra para bordar en ella los sucesos acaecidos desde el año memorable de 1821. Y después, todos los sucesos en que él había tomado parte activa durante su agitada existencia” (tomado del estudio crítico de Jorge Ruedas de la Serna a El hombre de la situación, op. cit., p. 243). Pero la muerte, condimentada con una ceguera casi total, frustró el proyecto e impidió que los lectores conociéramos la vida de un hombre que, quizá, también fue un hombre de la situación.

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