Michael Hirschorn se preguntaba hace casi 10 años si The New York Times podría sobrevivir a la muerte de los periódicos impresos ante la tecnología digital. “La muerte de The New York Times, o al menos de su edición impresa, será un momento sentimental y un duro golpe para el periodismo estadounidense. ¿Pero podemos considerarlo un desastre? A la larga, tal vez no”, escribió Hirschorn, periodista y productor audiovisual, como parte de una serie de artículos que robustecieron un mantra en la industria: los periódicos de papel tienen los días contados. Las profecías de Hirschorn motivaron documentales y otros análisis serios sobre lo que en su momento parecía inevitable: hoy o mañana —incluso pudo ser ayer— despídanse de esas hojas de papel que durante siglos ayudaron a distribuir noticias, opiniones, reportajes, imágenes, cartones y entretenimiento.

El obituario precoz parecía adecuado en un momento de choque para la industria estadounidense: los lectores migraban en masa hacia las plataformas digitales, gratuitas y al alcance de un clic, el papel se había encarecido, la venta de publicidad pasaba una racha pésima y la crisis financiera de 2008 sólo hacía pensar lo peor. “Es hora de chocar nuestras cabezas unos contra otros y sacarnos los sesos”, habría opinado el Profesor Cocoon al periodista Kent Brockman en cualquier capítulo de Los Simpson. Entre el 1 de febrero y el 1 de noviembre de 2008, el valor de las acciones del Times en la bolsa de Nueva York se desplomó 75 por ciento. Se desconoce si alguien mandó componer un nuevo réquiem, pero tampoco hay razones para dudarlo.

El mantra se importó a México. Algunos factores lo hacían aplicable —la crisis financiera global, la migración digital o el precio del papel (buena parte importado)— y coincidían con una consolidación del mercado local: Grupo Empresarial Ángeles había emprendido el proceso que la investigadora María Elena Meneses llamó “convergencia periodística de alta intensidad”, que integraba múltiples salidas para el mismo contenido (radio, televisión, internet e impresos), una tendencia iniciada años antes por Grupo Milenio. Las señales locales hacían plausibles los funerales propios: ¿cuál periódico sería el primero en bajar la cortina en México?

Hoy sabemos que el mantra estaba equivocado. O que, por lo menos, no se materializará pronto. Los periódicos de papel morirán, seguramente, cuando se acabe la pulpa de celulosa con la que se producen o cuando sólo queden lectores a los que un objeto sin electricidad les provoque urticaria. Quizá ese momento llegue primero para la industria estadounidense, no lo sabemos, pero para la industria mexicana los datos disponibles muestran todavía una buena salud en el volumen de circulación y en los ingresos que ésta genera y, aunque la publicidad ha perdido protagonismo, aún representa una parte importante del negocio.

Parametría. Confianza en periódicos, México 2017.

Lo que el fatalismo de hace casi 10 años hizo evidente es que la industria del periodismo impreso necesitaba reinventarse y que los retos serían más complicados en los años venideros, con la irrupción de los teléfonos móviles conectados a internet y la masificación de las redes sociales y sus algoritmos para jerarquizar y distribuir el contenido. El desafío más grande en México se encuentra en la reputación: la confianza en los periódicos se encuentra a la baja y de acuerdo con un estudio de la casa de análisis de opinión Parametría sólo 2 de cada 10 mexicanos en 2017 confía en esta fuente de información, en un contexto de desconfianza generalizada hacia las instituciones tradicionales. No se trata de un fenómeno exclusivo de México, aunque retrata una realidad que hay que enfrentar: la emergencia de los medios digitales, para informar e informarse, roba protagonismo a los medios tradicionales y pone en duda su trabajo y su objetividad.

El obituario de los periódicos de papel pudo ser extemporáneo; quizá los periódicos no dejarán de circular, pero su relevancia se encuentra amenazada y podrían sufrir un destino peor: la desatención de parte de los consumidores.

Este artículo originalmente se publicó en El Economista el 15 de octubre de 2017.

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