Ronald Rael (American, b. 1971), Virginia San Fratello (American, b. 1971). Borderwall as Architecture: Teeter-totter alternative border solution. 2014. Dimensions and materials variable. Image courtesy of Rael San Fratello

Ronald Rael (American, b. 1971), Virginia San Fratello (American, b. 1971). Borderwall as Architecture: Teeter-totter alternative border solution. 2014. Dimensions and materials variable. Image courtesy of Rael San Fratello. View more here.

Cinco días habían transcurrido ya a partir de que tomó protesta como presidente de Estados Unidos. Ese día, en la sede del Departamento de Seguridad Interior, Donald tomó su pluma —con un gesto consciente de la posteridad mediática (que nunca dura más de tres días)—, para trazar su firma sobre la orden ejecutiva que oficializaba su plan de construir un muro para confinar en él a su mundo conocido.

Dos mil años antes, el emperador romano Adriano dio la orden de erigir el primer muro fronterizo de la historia de occidente, en la isla de Bretaña. “Aquella línea de defensa se convirtió en el emblema de mi renuncia a la política de conquistas”, hace decir al emperador la escritora francesa Marguerite Yourcenar en su novela Memorias de Adriano.

El emperador romano, con esta barrera artificial, defendía sus conquistas en Bretaña de los ataques de los bárbaros del norte de la isla, a la vez que levantaba un límite al Imperio. Anthony Everitt, académico inglés, explica en su biografía del emperador titulada Hadrian and the triumph of Rome, que Adriano resolvió mantener las conquistas logradas y no seguir con la expansión del Imperio, pues se haría imposible de administrar.

Adriano y Donald Trump no son intercambiables. Limitar y confinar, tampoco lo son. Immanuel Kant, el filósofo prusiano que sentó los términos a los alcances de la razón, da un ejemplo que permite discernir entre estos conceptos: “En matemáticas y en filosofía natural la razón humana admite límites pero no confines; a saber, admite que algo se encuentra ciertamente fuera de ella, a lo cual no puede llegar nunca pero no admite que en alguno de los puntos vaya a hallar la consumación de su progreso interno”. Fin de cita.

Divus HadrianusDivino Adriano—, como fue conocido tras su deificación, formó parte del grupo conocido como los Cinco emperadores buenos, cuyos reinados conjuntos, a juicio del historiador Edward Gibbon, conformaron «la época más feliz de la historia de la humanidad». Adriano, cultivado en el helenismo y con la más sólida formación de su época, poco o nada tiene que ver con Donald Trump, más allá de que ambos ordenaron construir un muro. El divino emperador pone un límite a lo que puede poseer, acto de renuncia que implica un saber que hay algo más que Roma.

La ignorancia supina de Trump fue expuesta desde la campaña por la presidencia de Estados Unidos. Hillary Clinton poco tuvo que esforzarse en los debates para evidenciar al magnate inmobiliario. El desconocimiento que exhibió sobre temas que sería deseable que dominara alguien que aspira a dirigir los destinos de una de las naciones más poderosas del mundo fue alarmante.

“El vocabulario de Trump es limitado, su sintaxis está fracturada; repite las mismas frases una y otra vez, lo que obliga al traductor a hacer lo mismo”, dijo la traductora francesa Bérengère Viennot en una entrevista. Para la traductora japonesa Agness Kaku, en los discursos de Trump es muy sencillo identificar al sujeto: “El discurso es sobre él o sobre su enemigo”, pero es muy difícil saber cuál es el tema. “Simplemente se desvía”, remata la traductora.

Ludwig Wittgenstein, pensador vienés, en su obra Tractatus logico-philosophicus sentencia: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Para el filósofo, existe una identidad entre el lenguaje y el pensamiento, donde el pensamiento es una representación de la realidad. De ahí se puede seguir que el brevísimo vocabulario de Trump lo confina a la representación de un mundo muy pequeño, habitado sólo por los que están con él o contra él.

El proyecto del muro de Trump ha sido cuestionado tanto por sus detractores como por sus simpatizantes. Racionalmente, el muro no tiene razón de ser, dicen las voces que buscan hacer entrar en cordura al maniqueo oportunista. Pero, ¿y si el proyecto del muro no tuviese motivaciones que tengan soporte en la razón, sino en otra cosa?

Las abuelas aconsejaban a las madres primerizas que debían envolver a los recién nacidos en una manta, de modo que los brazos quedaran apresados. Explicaban que esto obedecía a que el neonato, al extender los brazos fuera del vientre materno, se espantaba al sentir la ausencia de las paredes del útero; una especie de horror vacui. Necesitaba entonces ser confinado en una manta.

El muro de Trump, a diferencia del de Adriano, quiere ser un confín en el que sólo tenga cabida aquello que es el mundo para él. Quien quede dentro de la muralla será reducido a los alcances de su pensamiento: servidor o enemigo. Es el confín de su propia estupidez, que quiere obligar al mundo a encogerse a algo que su ignorancia pueda manejar.

Y entonces el quinto día llegaba a su fin. Donald, satisfecho consigo mismo, se disponía a entrar en la cama, pero antes tuvo una petición para Melania. “Cariño, envuélveme en la sábana”, dijo, y Melania, habituada a seguir sus órdenes, sólo pensó que era una más de las extravagancias de un millonario. Esa noche, Donald durmió sintiéndose seguro, en un mundo que ahora era inteligible para él.

Este artículo se publicó originalmente en El Economista el 1 de febrero de 2017.

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