Saqueos en México, relacionados con el aumento del precio de los combustibles. Foto AP, tomada de El Economista.

El periodo de fiestas de fin de año es una tradicional tregua a las actividades. En medio de cruentas guerras, las hostilidades entre partes se han suspendido para, por unos días, dar lugar a las celebraciones. El gobierno de Peña Nieto tal vez contaba con este periodo de gracia para regalar su gasolinazo a los mexicanos. Si fue así, el cálculo le salió mal, pues no sólo no hubo tregua; por todo el territorio se levantaron protestas, en las que se presentó algo que tomó a muchos por sorpresa: saqueos y rapiña.

Para muchos la pregunta fue por la conexión entre el alza de combustibles y el saqueo de comercios. La relación no es evidente. René Girard, antropólogo francés, puede ofrecernos pistas para entender la causa de estas conductas. No hay quien desee ser corrupto. Si se incurre en corrupción, el acto buscará ocultarse o sustraerse a la vista de los otros. La corrupción y quien la practica, el corrupto, pertenecen a la categoría de lo inmoral y lo ilegal. No hay cabida entonces para la corrupción en la escala de los valores positivos de las sociedades contemporáneas. El corrupto no sólo rompe la ley, sino que también usa el poder público para sacar provecho personal y particular. Entonces el corrupto es un criminal, y la corrupción el crimen.

El exgobernador de Veracruz, Javier Duarte, ahora prófugo de la justicia, tuvo a bien hacer ostentación en una revista especializada en arquitectura de una finca en Valle de Bravo en el Estado de México. Según la Fiscalía, la compra de este chalet se hizo gracias al desvío de fondos estatales, que en su extravío del camino, llegaron a la bolsa de Duarte. Si como se planteó ya, nadie quiere ser calificado de corrupto, y el corrupto busca ocultar su acción corrupta, luego entonces, ¿por qué el otrora señor feudal del condado de Veracruz decidió poner a ojos de la opinión pública su casa de descanso?

El caso de los juniors hijos de políticos en altos cargos, que exhiben en redes sociales una vida de lujos, es ahora tan cotidiano que se ha tornado normal. Hijos de gobernadores que celebran cumpleaños en casas de lujo, y que en el paroxismo de la ostentación lanzan autos de lujo nuevos a una alberca. Lujos todos ellos que no se pueden costear con el sueldo de un buen funcionario público, por más que éste devengue el sueldo de gobernador de un estado. La palabra corrupción gravita sobre estos hechos. En el conspicuo caso del junior que convierte autos en trajineras pesó sobre sus invitados la prohibición de hacer grabación alguna. Alguien no acató la orden y el hecho llegó a la mirada codiciosa o juiciosa de los internautas por medio de las redes sociales.

En los casos traídos a la memoria es evidente que hay algo que seduce en la corrupción, que la hace deseable. ¿Pero qué es lo que hace deseable a la corrupción, si, como se apuntó al principio, nadie busca ser juzgado de corrupto?

El privilegio, el estar por fuera o encima de la regla, del orden, no como un rebelde o un outsider, sino en un estado de excepción reconocido y avalado por una autoridad, es aquello a lo que la corrupción permite acceder. Así, la corrupción es el medio que permite acceder a la esfera de los privilegios. Es en este punto donde conviene traer a la memoria la imperecedera frase que tuvo a bien encajar en la opinión pública el presidente Peña Nieto, al participar en el evento Los 300 líderes más influyentes de México en el 2014, que rezaba más o menos así: “La corrupción es un asunto cultural”. Con ciertas precisiones, es posible que Peña Nieto no estuviese tan alejado de la realidad con la lapidaria frase. Si, como ya se dijo, corrupción lleva al privilegio, y el privilegio sólo puede ser sostenido por la autoridad, luego entonces, el problema es sistémico, Sr. Presidente, no cultural. Para ser cultural, debería ser un valor deseable por el grupo, pero no hay quien quiera ser calificado, insisto, de corrupto.

Lo que se desea en la corrupción, lo que la hace codiciable, es el pase VIP al salón de los privilegios, los que son reconocidos y sostenidos por la autoridad.

El deseo, en su sentido más simple, es un impulso, la atracción, por hacerse de la posesión de algo. El privilegio es lo que se desea, porque no se tiene. Pero no sólo lo desean los políticos mexicanos, sino también gran parte de la población. El privilegio es un valor para parte de nuestra sociedad.

Para el pensador francés René Girard (Aviñón, 25 de diciembre de 1923 – 4 de noviembre del 2015) la imitación del otro es lo que posibilita la comunidad, pero también es causa de sus conflictos y la violencia al interior de ella. El deseo de imitar al otro, de poseer lo que el otro tiene, es lo que el intelectual francés denominó como el “deseo mimético”. Si no se puede conseguir aquello a lo que el otro puede acceder, para mimetizarse así con él, viene el conflicto, o lo que Girard denominará como “rivalidad mimética”. Esta rivalidad es la que engendra la violencia.

Los saqueos que se suscitaron durante las protestas en la última semana derivadas del alza a las gasolinas ponen en relieve un conflicto que subyace en la sociedad mexicana. Por un lado, el discurso de la clase política dice que las medidas tomadas son necesarias, y que de no haber sido así, hubiese venido el caos, la pobreza y la falta de oportunidades para hacerles frente. Por el otro, esa misma clase política se da a sí misma bonos económicos —venidos del dinero público— para hacer frente a los tiempos difíciles que ellos mismos han hecho venir. Se otorgan un privilegio que ellos mismos avalan. En una sociedad en la que la movilidad social va desapareciendo a la par que la desigualdad se agudiza, esto no sólo es reprobable moralmente, sino también un acto criminal.

La legalidad, la igualdad y la fraternidad, valores democráticos todos ellos, no han permeado en la clase política mexicana. La consecución del privilegio parece ser el valor fundamental en su hacer. Siguiendo a Girard, si se desea lo que el otro tiene, y este deseo de imitación es un impulso, se sigue que un gran sector de la sociedad mexicana desea el privilegio del que hacen ostentación los políticos y funcionarios mexicanos, y que al no poder obtenerlo, se tornará violenta.

Hay una sentencia moral que funciona como atenuante al delito: si se roba por hambre, y sólo comida, el delito puede ser perdonado. Sobre los saqueadores en las protestas por los gasolinazos pesaron juicios tales como que si protestaban por el alza a la gasolina, ¿por qué entonces robaban refrigeradores en vez de sólo combustible?

Para Girard, una vez que la violencia se hace presente —por la rivalidad entre los que tienen algo que se desea y los que no lo pueden obtener para satisfacer su deseo de imitación—, el objeto en disputa se desvanece, y lo único que queda es la obsesión por vencer al otro. Los saqueadores manifestaron su enojo por no poder acceder al privilegio, por no poder imitar a la clase política, misma que se jacta de los privilegios que se otorga a sí misma. Esta violencia ya no distingue en si es gasolina lo que lleva a cuestas el saqueador o un horno de microondas, pues lo que busca es asestar un golpe tan fuerte como el que recibe.

A estos dos grupos antagónicos, hay que sumar un tercero. Una parte de la sociedad mexicana que cree en las libertades y los derechos civiles, en la protesta ciudadana, y que salió a las calles a manifestar su rechazo tanto a los gasolinazos como a las prácticas de la clase política mexicana. Partícipes, sabiéndolo o no, del proyecto de la Ilustración, en que cada individuo debe participar de las cosas del Estado desde la racionalidad, buscando el beneficio común, estos ciudadanos llamaron a la protesta desde la perspectiva de la racionalidad. La razón sirve para dosificar, encausar y controlar al deseo. El llamado era para ambas partes: controlen su deseo, por el bien de todos.

Lo que ha puesto de manifiesto estos hechos es que los valores democráticos no son los que rigen a nuestra clase política. Guiados por el privilegio, arrastran tras ellos a un gran sector de la sociedad mexicana que desea imitar aquello que se ha tornado en el valor supremo. La legalidad, el estado de derecho, el respeto a los derechos humanos son valores con los que se rigen países que presentan altos índices de bienestar social y económico. La desigualdad y la falta de oportunidades en estos países son problemas menos graves, menos dolorosos o francamente inexistentes, en comparación con México. La observación de estos valores trae bienestar para la mayoría, y no para unos cuantos. Son estos valores los que deberían ser imitados, en el que el deseo de todos puede ser satisfecho.

Este texto se publicó en El Economista el 10 de enero de 2016.

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